Me ha robado el ladrón de agua y ahora no quiero aparecer. Soy
transparente a su lado y me huele como un loco. Me abraza, me mima, me
tira, me caigo y se baña en mí y me besa como si no fuese a
aparecer nunca más. Como si me perdiese sin remedio, sin solución.
Al cerrar los ojos, soy dolor en lo más profundo de su ser. Soy
peces rojos que nadan sin flotar. Soy un hogar que es el camarote de
un barco. Soy un piso inundado donde las pastillas de jabón no
engordan, donde los trapos hechos jirones se reinventan, donde los
zapatos se esconden bajo la mesa y no las camisas bajo el sofá. Me
gusta estar llena de él. Se baña en mí para no desperdiciarme,
para que no le duela verme desparramada y esparcida por el suelo. Y
dentro del hogar bajo el agua, me mira en silencio sin pronunciar
palabra, cae dentro de mí y gime intenso y atrapado y, en su
infinita locura, me ama. Que yo vuelva a mi cauce sin él debería
no ser posibilidad.
Se enreda conmigo y no le dejo dormir. Se mueve mi oscuridad en su
silencio y perturbo sus pocas horas de sueño. Los largometrajes
asiáticos nos hacen reír y cantar, y los de Oriente Medio nos
ahogan y me hacen llorar mientras lo apreso entre mis brazos. Ha
olvidado cómo parpadear. Yo no me acuerdo de respirar. Su pelo me
desafía. El sofá no quiere dejarnos ir.
Quién va a amarse sobre él si nos vamos, quién va a desaparecer si
ya no estamos, quién va a disfrutar lo que hemos cocinado, quién
subirá las escaleras con los pies ávidos para encontrarle, quién
lo abandonará por una azotea de sol cambiante. Me gusta disparar con
él, concentrados en sonreír. No hay alto en el fuego.
Me gusta sin vinagre ni miel, me estruja como si me fuera a romper. El sexo de los domingos dice que los lunes nunca volverán a nacer; como si el sol no se fuese a volver a poner me señala el cielo incendiado, adonde
disparo sin oxígeno. Me escribe frases con letras como
nosotros, que no tienen espacios por si las fuesen a matar. Le dije
que tendría que vivir con la enfermedad, que ya no podría curarse.
La realidad escapó por los desagües. En el quinto piso sin techo
las chimeneas y los tubos dejan salir las respiraciones que habíamos
perdido. Cuando la luz daña los ojos, el té hierve para templar el
interior de los cuerpos.
Las hojas de jazz están hechas de lunares. Me pisan
sus pies tímidos que tanto me buscan en mi ausencia. Ama mis
silencios punzantes bajo la piel, los silencios que se funden con su
sangre, que le dan de beber, que lo reflejan en mí; que lo borran y
me hacen ondas cuando me toca.
Hoy me fui sin querer avisar, pero volveré para improvisar dos
billetes de avión en las servilletas de papel que duermen junto a
las migas de pan sobre el mantel, junto al olor del café recién
hecho y de su miedo por el fin. A mí me asusta la luz del día que
me quiere intuir. Nos proyectamos en un universo de frases de guiones
de cine que nos mecen en los labios de Mae West para dormir. Las canciones que
saben insistir nos llevan hasta California soñando. Por los poros de
mi persiana entra la luz para esperarlo. Las palabras que no se atreven a
nacer aún no estremecen los oídos, y las que se refugian bajo la
lengua son fusil en nuestros ojos. Sus pies hablan de puntillas entre
el baño y la cocina. ¿Te gusta la piña? Vivimos en las nubes atrapadas entre dos antenas y,
con el fuego, a nuestra izquierda, nos teñimos de color azul.